Siempre empezando

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Lo bueno de este oficio y lo malo de este oficio es lo mismo: que si a uno no lo ciega o no lo entontece la vanidad, el resentimiento, la arrogancia, la pérdida de sentido de la realidad, está siempre empezado, de un modo u otro, como se empezaba de nuevo el juego del parchís o el del dominó cuando aquellas manos expertas desordenaban el final del juego anterior y mezclaban las fichas. Siempre estás en las mismas. Siempre empiezas un libro y no sabes nada de él. Siempre empiezas un capítulo, o una página, o reanudas la frase interrumpida de ayer, y lo que tienes delante es un espacio en el que no hay nada, en el que será preciso avanzar palabra a palabra y frase a frase, con los breves descansos del punto y del punto y aparte.

Ahora el joven scholar Manuel Ruiz Rico, que tiene tanto amor verdadero por la literatura, da en Granada una conferencia sobre los artículos de mi primer libro y me parece mentira que vaya a hacer treinta años que se publicó.Yo creo que Manuel ni había nacido entonces. Me acuerdo de copiar en mi máquina electrónica, un zeppelin de la tecnología, los artículos recortados del Diario de Granada, de seleccionar unos y dejar fuera otros que ya se habían marchitado, porque los artículos se marchitan, o se pasan de fecha, como los yogures o los congelados. Intentaba corregir errores o suprimir cosas innecesarias mientras copiaba. Quebrar endecasílabos vulgares era una de mis preocupaciones. Todo lo hacía por insistencia de José Gutiérrez y de Rafael Juárez, que me animaban a sobreponerme a la pereza  y a la incredulidad: la pereza de volver a lo escrito; la incredulidad de que un libro publicado a mi costa en Granada pudiera servir de algo, aliviar el complejo de invisibilidad del escritor casi inédito.

Una noche, volviendo a casa, miré el escaparate de la librería Continental, en Puerta Real -los libreros eran dos hermanos extraordinarios, hombre y mujer, entusiastas de la literatura- y allí estaba mi libro, entre las novedades, con su portada color plata que había diseñado Juan Vida, la primera vez que veía un libro mío en un escaparate. Lo que sentí fue pudor sobre todo, yo solo, a la poca luz de las farolas de Puerta Real, por encima del cauce secreto del Darro. En esa librería recalaba con frecuencia la gran poeta Elena Martín Vivaldi, que fue de mis primeros lectores.

Y hace unos días tuve una sensación semejante, al ver por primera vez un libro mío en el escaparate de una librería de Nueva York, en Three Lives, en una de mis esquinas favoritas del Village. Allí estaba, In the Night of Time. Yo volví a sentir pudor, más que orgullo o alegría, el miedo a que nadie se fijara en el libro, a que nadie lo compre, como cuando entraba a las papelerías de Granada donde un amigo me había hecho el favor de repartir ejemplares del Robinson y veía siempre los mismos ejemplares intocados en el mismo sitio, como cuando entro ahora en Book Culture , en Broadway y la 112, y no quiero mirar hacia el expositor en el que está mi novela, por esa aprensión tremenda que nunca se acaba. Tienes 28 años o tienes 58, andas por una calle de Granada o por una calle de Nueva York, y por debajo de todas las diferencias está el mismo temor, la misma ilusión, la misma fragilidad incurable, la misma inseguridad. Se ahorraría uno mucha angustia si encontrara algún antídoto, si pudiera aliviarlas.